domingo, 9 de abril de 2017

Cuento: La Modernización del Templo

La religion se puede usar para muchas cosas, incluyendo llenarle la cabeza de humo a la gente o tal vez para despertar pendejos...de ahi la motivacion para esta historia...el personaje que reconoceran (segun las malas lenguas era judio) es el que se describe en los archivos Quelle o Q (que chingue a su madre Pablo, ese vejete puto y misogino)...y de esos archivos no le mencionan los curas o los pastores a su feligresia con tal de  mantenerlos todos pendejos... ver https://es.wikipedia.org/wiki/Fuente_Q

Cuento: La Modernización del Templo

Advertencia: en realidad esta historia tiene mucho que ver con la realidad actual de México.  NO tiene nada que ver con la religión.  NADA. Pero la religión y la política siempre se mezclan, sobre todo cuando se toman decisiones políticas en nombre de la religión O VICEVERSA.  NO, esta no es una historia sobre la Judea del siglo primero de la era cristiana SINO de nuestros tiempos y de nuestro México.  SI LEEN (y ya es mucho pedirle que hagan esto) este cuento teniendo en mente esta aclaración les será claro de que se trata.  A veces, si, es más divertido hablar en parábolas.  Pero no se pueden entender estas si uno está muy pendejo y cree que NO hay relación entre la política y la religión.



I. Un hijo regresa de Roma



Ese día el rabino don Caifás, el jefe del Sanedrín, tomaba el té con los otros sacerdotes en la terraza del gran templo de Jerusalén.  Apenas ahí se podía aguantar el calorón de Palestina pues de vez en cuando venía una brisa refrescante desde el occidente, donde estaba el mediterráneo.

--Y bien, Caifás, ¿ya regreso vuestro hijo Jacob? – pregunto don Samuel Levi, segundo sacerdote del templo.

--Gracias a Dios su barco atraco hace unos días en Cesárea.  Se encuentra ya en mi casa.

--Os felicito Caifás –añadió don Ismael, otro de los sacerdotes--.  Todo el que estudia en Roma será favorecido de los cesares y aprende mucho de cómo ellos hacen negocios.

Don Caifás suspiro.  Hubiera querido que su hijo Jacob hubiera estudiado el Tora como sus otros hijos que eran devotos judíos y futuros sacerdotes del templo y conocían bien la Ley.  Pero el joven Jacob era rebelde y se quejaba de estar atorado en un lugar olvidado del imperio.  Ansiaba Jacob conocer el mundo y las costumbres de los gentiles.  Don Caifás no vacilo en cumplirle sus gustos a su primogénito.

Unas semanas después del regreso de Jacob este le pidió a su padre que le permitiera hacer unas sugerencias sobre el manejo del templo.  Don Caifás estaba algo perplejo.  ¿Había que cambiar algo en la forma en que se manejaba el templo?  ¿No existía acaso desde la refundación de Jerusalén cuando Dios permitió que los judíos regresaran de su cautiverio babilónico?  Pero bien, pensó, don Caifás, si el muchacho quería contribuir una sugerencia no había razón por que no oírlo.  Después de todo, los romanos tenían fama de saber gobernar.  Seguramente quien estudia en Roma ha aprendido cosas útiles.

--Adelante hijo.

--Padre, con todo respeto –dijo Jacob--.  He estado observando el suministro de los animales que se ofrecen para el sacrificio.

--Sabed, hijo mío, --contesto don Caifás alzando una mano—que la manera en que se sacrifican estos animalitos es bajo leyes muy estrictas.  No os aconsejo que sugiráis cambios a estas.

--Ciertamente que no hare tal cosa, padre.  Más bien estoy centrándome en el suministro de estos animalitos.  Mirad, don Lucas y sus hijos son los que operan la cría de estos animalitos.

--En efecto, don Lucas y sus hijos trabajan para el templo.  Su padre y su abuelo y tal vez su bisabuelo tuvieron el mismo trabajo.  Y algún día lo harán sus hijos.

--Y luego el templo vende los animalitos a los fieles que los ofrecen a Jehová, ¿verdad?

--No uséis el nombre de Dios, os lo suplico, hijo mío.  Respetad.  Pero si, así es.  El templo se los vende a los fieles.  Con los que obtenemos pagamos a don Lucas y sus hijos y el alimento de los animalitos, etc.

--Padre, el templo no debe hacer tal cosa.  Eso es blasfemia.

Don Caifás alzo los brazos al cielo.

--¡Oy vey!  [Ver Nota1 al final] ¿Sois acaso un experto en la Ley? [Ver Nota2] 

--No padre, yo…

--La última vez que un mozalbete se atrevió a cuestionar la Ley fue hace muchos años.  Fue el hijo ese de José y María que ahora anda de alborotador.  Pero si, os diré, que el muy taimado conocía la ley por delante y por detrás.  Dejo a los doctores todos confusos y sin respuesta.  Decidme, Jacob, ¿sois vos así de erudito en la Ley?

--Padre, una vez más os pido me perdonéis la osadía.  Es que yo he visto como se hacen las cosas en otros templos, en otras partes del mundo.

--Deberéis aprender humildad y leer la Ley antes de decir tonterías.

--Padre, insisto, poco conozco, si, de la Ley.  Pero, ¿no es acaso el propósito de este templo el adorar a Dios?

--Me daréis canas verdes, Jacob.  Ahora venís con preguntas a las que seguramente ya conocéis la respuesta.  Ese truco es viejo.  Lo suelen hacer los griegos.  No dudo que hayáis tenido maestros griegos allá en Roma.  Suelen comprarlos como esclavos para que civilicen a los romanos.  Pero, si, obviamente que tal es su propósito. 

En eso se presentó don Samuel Levi.

--¡Jacob!  ¡Que gusto volveros a ver!  ¡Y ya sois todo un hombre!

--Me temo don Samuel que mi hijo regreso bien bruto de Roma.

--Vamos, --se rio don Samuel-- ¿sabéis que es lo peor de envejecer?  ¡Que nos convertimos en nuestros padres!  Decidme Caifás, ¿acaso vuestro padre no os creía medio necio y bruto también?

--De imbécil no me bajaba mi padre, Samuel.  Pero Jacob aquí cree que las ideas de los Gentiles se deben aplicar en la administración de este templo.  ¡Oy vey!  Mi propio hijo está sugiriendo blasfemias.

--¡Por favor Caifás! –se rio otra vez don Samuel--. Vamos, dejadlo hablar.  A mí me interesa saber que está proponiendo.  Algo bueno ha de haber aprendido quien estudia en la capital del mundo.

--Bien, --dijo sacudiendo la testa don Caifás—continuad hijo mío.  Y si os hacéis merecedor de ser apedreado por blasfemo será justo castigo a mi soberbia, pues la verdad es que esta la habéis heredado de mí, no me cabe duda.

--¿Dónde en la Ley se habla que el templo debe proporcionar los animalitos para el sacrificio? –pregunto Jacob--.

Los dos rabinos se acariciaron las barbas.

--A fe mía que no hay tal mención en la ley –admitió don Samuel.

--En Roma, en el templo de Júpiter, el senado decreto que los bueyes que ofrecen para el sacrificio sean comprados por los fieles en el mercado.  Así el precio de los animalitos los determina la ley del mercado.  Esto ha generado que muchos inversionistas ofrezcan animalitos y se incremente la oferta y la calidad del producto y se abaraten costos.

--Aquí hemos acordado vender los animalitos casi al costo, hijo mío –explico don Caifás viendo a su hijo con cierta tristeza--.  No buscamos lucrar con la adoración de Dios.  Pero si tenemos que cubrir los costos de criar los animalitos.

--Esperad un momento, Jacob, --interrumpió don Samuel--.  ¿Decís que muchos han entrado a ese negocio de proveedores del templo?

--SI, don Samuel.  Y tales proveedores hay en el templo de Mitra y otras deidades de Roma.

--¿Me creéis ingenuo Jacob?  --se rio don Samuel--.  Decidme, ¿quiénes son los que obtienen los contratos?  ¿Las familias de la aristocracia romana?

--A los senadores les está prohibido involucrarse en los negocios, don Samuel.

--¡Ja ja!  Repito, Jacob, ¿creéis acaso que nací ayer?  Bien conozco a Roma.  Los puestos de sumo sacerdote se reparten entre la familia del Cesar.  Y no, no tienen que otorgarse ellos mismo la concesión de proveedores.  Se la dan a un liberto o a un “cliente” de ellos.  Los magnates no se rebajan a andar regateando un contrato.

--Aun así ---insistió Jacob—no podéis negar que al crear oportunidades de negocio se reactiva la economía.  Y si se permite que los mercados dicten el precio de los bueyes que se ofrecen a Júpiter entonces el consumidor es el que gana.

Don Ismael sacudió la cabeza.

--¿Y realmente hay libertad de mercado, Jacob?  ¿O acaso los senadores dueños de las proveedurías no se juntan en privado para dictar el precio que “el mercado dicta”?  Digo, ¿quién osaría denunciarlos?  ¿Qué tribunal oiría el caso?  ¿Existe tal?

--Tal sería ilegal, insisto, don Samuel, pero os corrijo con todo respeto –contesto Jacob--.  Los romanos son muy respetuosos de la ley.  Sus autoridades no son venales y corruptas como las de nosotros los judíos.

--¿Veis que mi hijo regreso más bruto? –suspiro don Caifás.

--En suma, Jacob, ¿vos proponéis que demos concesiones de proveedores de animales de sacrificio?

--Modernizaría el templo.  Estamos en un mundo romanizado.  No podemos seguir aferrados a ideas caducas.

Ambos ancianos se acariciaban las barbas.  Don Caifás le hizo una seña a su hijo que se retirara.

--Por lo menos, Caifás, debemos presentar la propuesta al pleno del Sanedrín, ¿no creéis?

--¿Para qué todos se mofen mi vergüenza?

--No, Caifás.  Vos tenéis una grave responsabilidad que no os envidio.  El templo es la esencia de Israel.

--No os entiendo, Samuel.

--Vos sois un patriota y yo también.

--No lo dudaría jamás, Samuel.

--Pero nos gobierna Roma.  El mismo Herodes no es más que un siervo de ella.  Si en el templo podemos halagar a los romanos, aun con pequeños cambios como los que propone vuestro hijo, ¿acaso no ayudaría eso a preservar a este y con ello a Israel?

--No estoy seguro si valdrá la pena la blasfemia o que esta funcionara, Samuel.

--No es blasfemia, Caifás.   Llamadlo pragmatismo.  Es una virtud que creo aprecian mucho los romanos.

II. La Propuesta

La propuesta de Jacob ben Caifás se presentó ante el pleno de Sanedrín.  Lo hizo el mismo Caifás aunque se notaba que su cara enrojecía de vergüenza.

--Justo es que sea vuestro hijo el que detalle esto más a fondo, Caifás –apunto Amichai, uno de los sacerdotes--.  Es evidente que a vos no os entusiasma para nada esta propuesta.

--No, no me entusiasma para nada, --admitió Caifás bajando los ojos.

--Hermanos, rabinos, --interrumpió don Samuel--, es muy típico de los viejos (y veo que no hay un solo pelo negro entre vos) el condenar a los jóvenes por el estado del mundo, siendo que nosotros, cuando jóvenes, somos los que causamos la mayoría de sus males.   Debemos por lo menos oír a Jacob ben Caifás.

--¡Pero lo que propone Jacob ben Caifas es blasfemia! –juro otro anciano--.  ¡Con razón se le cae la cara de vergüenza a don Caifás!

--Los tiempos cambian, hermano –contesto don Samuel--.  Repito, no condenemos a los jóvenes si nos traen ideas nuevas.  Vivimos en un mundo romanizado después de todo.  Alguna virtud han de tener esos amigos.  ¡Yo digo que se presente Jacob!

Y así ocurrió.  Y Jacob presento su tesis y la defendió, si, con mucho celo y usando las herramientas de retórica que sus maestros (que sí, la mayoría eran esclavos griegos que los romanos compraban para ser civilizados) en Roma le habían enseñado.  Muchas fueron las ventajas que el joven enumero.  Y dio ejemplos de cómo el mercado se autorregulaba y de cómo las múltiples oportunidades de negocio que surgirían serian en beneficio de la comunidad.

--Algo no me queda todavía claro –interrumpió don Abraham, un anciano que hasta ahora no había dicho una palabra.

--Estoy a vuestra disposición para aclarar vuestras dudas –contesto Jacob.

--¿Qué será de don Lucas y sus hijos?  Su familia ha estado en el servicio del templo por generaciones.  Siempre nos han servido fielmente.

--Obvio que don Lucas podría pujar para ser considerado como proveedor. 

--¿Con que capital?  Digo, ¿acaso los establos y criaderos seguirán siendo del templo?

--Ese modelo es, me temo, arcaico –dijo Jacob--.  Se deben vender las instalaciones a los inversionistas que las quieran comprar.

--¿Y con qué dinero don Lucas las compraría?  --le espeto don Abraham--.  No se ha hecho rico sirviéndonos.  Vive bien, si, pero no en la riqueza.

--Probablemente vendrían inversionistas foráneos que estarían dispuestos a comprar las instalaciones –contesto Jacob--.  Ya necesitan una inyección de capital para mejorarlas y ampliarlas. 

--Ignoráis mi pregunta, Jacob –dijo don Abraham--.  Os lo vuelvo a preguntar: ¿con que dinero compraría don Lucas los establos y criaderos?

--Estoy seguro que no faltaran inversionistas que estén dispuestos a emplear a don Lucas y a su familia.  Estoy seguro que estos ampliarían las instalaciones o tal vez hasta construirían nuevas.

--¡Pamplinas! –espeto don Abraham.

--Con todo respeto, don Abraham, --insistió Jacob-- conozco a varias familias principales en Roma que estarían dispuestas a invertir y ser proveedores del templo.  De que Roma unifico al mundo bajo su férula ya no hay límites para el movimiento de los dineros.  Estas familias tienen viñedos en Libia y fábricas de peltre en Britania.  ¡Imaginad entonces los beneficios que le traerán a Israel sus inversiones!  ¡Tan solo la creación de más empleos y el incremento de la producción de animalitos serían suficientes beneficios para justificar esta medida!

--¡Oy vey! –juro don Abraham--.  Lucas y sus hijos ya tienen empleo.  Y nunca nos han faltado palomas para el sacrificio.

--Ciertamente toda medida que halague a Roma sería buena para el templo, ¿no creen? –sugirió don Amichai.

--Si, Roma, siempre Roma –dijo Caifás con amargura.

Jacob ben Caifás fue conminado a retirarse y los ancianos se quedaron deliberando.  Era evidente que había división entre ellos.  Y peor, igual número se oponía e igual número estaba a favor de la medida.  El voto de Caifás seria decisivo.

--¿Cuál es vuestra decisión don Caifás? –le pregunto uno de los ancianos.

Caifás no dijo nada por unos momentos. 

--Creo que Amichai lo dijo todo –admitió Caifás--.  ¿Acaso no hemos condenado a los zelotes y otros grupos nacionalistas que desean levantarse contra Roma?  ¿Y no insistimos en disciplinar a la nube de mesías de arrabal que andan alborotando al pueblo haciendo que este dude de la Ley?  ¡No queremos que Roma piense por un instante que hay agitación de ninguna especie en Judea!  Somos tan solo el patio trasero del imperio.  El Cesar no dudaría en mandar sus legiones por el menor pretexto y, os aseguro, eso sería el fin del templo.  Así pues, ¿podemos acaso darnos baños de pureza y decir que somos muy celosos de la Ley si hemos sido y seguramente seguiremos siendo “pragmáticos”, virtud que según me aconsejan admiran mucho los romanos.  ¡Sea entonces!  Si unos romanos se quieren enriquecer vendiendo animales para el sacrificio pues tal se hará.  A Dios, hermanos, si se le puede ofender, pero a Roma, jamás, ¿verdad?

--Con todo respeto, don Caifás, no soy nadie para decir si Dios se ofende si el animalito que se le ofrece lo engordo un romano o no –dijo Amichai.

--Tampoco yo estoy calificado para hacer tal juicio –admitió Caifás.

--Creo, sin embargo, que no nos debemos de andar con medias tazas –continuo Amichai--.  Si es la decisión de este sanedrín que se otorguen las concesiones, justo también lo es que se integre a Jacob ben Caifás como miembro de este conclave.

--¡Mi hijo Jacob no conoce la Ley!  ¡Conoce de negocios! –protesto Caifas.

--Si, y también conoce a los romanos –apunto Amichai--.  Su latín es excelente.  ¿Quién mejor que él, teniendo un puesto oficial en el sanedrín, para coordinar las reformas que se harán y atraer a los inversionistas foráneos?  Bien, hermanos, ¿qué opináis?

Caifás alzo la mano.

--Tenéis razón, hermano Amichai.  No hay que andarse con medias tazas.  Que se complete mi vergüenza.  Voto a favor que mi hijo, Jacob, que no tiene las virtudes necesarias para servir a Dios, se integre a este sacerdocio, por sobre hombres más sabios y devotos, pues si, conoce de negocios y a los romanos.  Y si su latín es excelente pues mejor se entenderá con nuestros amos.  Y más aún, para coronar esta vergüenza, yo en persona enterare a don Lucas de las medidas tan duras pero necesarias que hemos tomado aquí.  Si yo soy responsable de haber engendrado a Jacob justo es que asuma yo responsabilidad entera por la injusticia que se cometerá.

III. La Taberna

Unos meses después, en una taberna afuera de Jerusalén, Jacob, ahora ya investido con las insignias de rabino miembro del sanedrín departía alegremente con varios jóvenes de las familias más ilustres de Israel.

--¿Agripa?  ¡Claro que conozco a don Marco!  --reía Jacob--.  Es un ingeniero extraordinario, que se ha emparentado con el Cesar.  Lo conocí a través de su hijo pues fuimos condiscípulos y estudiábamos bajo Euménides, un esclavo griego muy erudito que venía de Ática.

--¿Sabe de ingeniería el tal Agripa? –pregunto Isaac ben Daniel, hijo de un acaudalado comerciante.

--Todos los romanos se las dan de grandes constructores, Isaac.  Pero eso es precisamente lo que os he estado diciendo.  Israel necesita inversionistas.  Estos romanos con gusto podrían construir aquí caminos, acueductos, puertos, que se yo.  Y sabéis, para ello necesitaran proveedores locales de vituallas y materias primas.  Seguramente vuestra casa comercial merecería participar en los contratos que resulten, Isaac.

--¿Y Herodes les daría los permisos? –pregunto otro de los jóvenes, David ben Daniel, hijo de un prominente abogado cercano a la corte del rey Herodes--.  Se supone que es el rey de Judea.

--Bueno, Roma no necesita en verdad andarle pidiendo permisos a Herodes –se rio Jacob--.  Pero asumamos que hay que mantener las apariencias.  Roma gusta de eso y ahí se engendran muchas oportunidades.

--¡Si! ¡Asumamos eso! –dijo David ben Daniel alzando su tarro de vino.

--En tal caso, David, vos sabéis muy bien que siempre se necesitaran “gestores” para negociar esos permisos, que se yo, asegurar que se le haga justicia al rey otorgándole parte de los contratos, y otros trámites.  Y por supuesto, tales gestores tendrán que cobrar por sus servicios.  Son asuntos legales, igual a los que maneja vuestro padre.  ¿Entendéis lo que os estoy diciendo mi buen amigo?

--¡Con gran claridad! –contesto David sonriendo.

--Pero, eso, caballeros, no es nada –continuo Jacob--.  Sabed que he tenido el gran honor de conocer al mismo Tiberio.

--¿El hijo adoptivo del Cesar Augusto?

--¡Si!  Y Tiberio será el futuro Cesar, os lo puedo asegurar.

--¿Cómo es ese fulano?

--No es una persona muy agradable, lo admito.  Pero os aseguro que entiende de negocios.  Es más, Tiberio mismo me menciono un proyecto que está considerando por el rumbo de Petra que…¡Diantres!  ¡Tal parece que aquí admiten hasta a los menesterosos!

Jacob hizo un gesto de disgusto (que sus compañeros también emularon) al ver como entraba un grupo de gente vestida con trajes modestos.  Los encabezaba un fulano alto, muy moreno, con mirar hipnótico.  Los recién llegados no hicieron caso de las palabras de disgusto de Jacob y se sentaron en una mesa enfrente a estos.

--Señores, os suplico… --empezó a decir el tabernero que evidentemente los iba a conminar a salir del lugar.

El fulano alto y moreno lo detuvo con un ademan.

--Mis compañeros y yo hemos estado en el camino un buen tiempo.  Os agradeceré si nos servís unos tarros de vino y traéis algo de pan y aceite.  ¿Haréis tal, verdad?

El tabernero no pudo continuar.  Al pasar frente a la mesa de Jacob hizo un ademan de disculparse.  Jacob le dirigió una mirada fría.

--Ignóralos Jacob –sugirió Isaac--.  El vino está muy bueno y los negocios no esperan.

--Si, Jacob, --se sumo David--.  Decidme más sobre ese negocio de Tiberio.

--Os daré pies y cabeza de tal negocio, que promete ser muy redituable.  Y si, Tiberio no tendría objeción si participan inversionistas de Judea.  Eso es lo que admiro de los romanos.  Para ellos todo es negocio.  El negocio de Roma son los negocios.  Roma no tiene amigos, tiene socios de negocios.  Y con tal de hacer negocio todo obstáculo se puede superar.

--¡Brindo por los negocios! –dijo David alzando su tarro.

--¡Ea! –exclamo Isaac (que ya había bebido en exceso) alzando su tarro en dirección a los recién llegados--.  ¿Vos no brindareis por los negocios que Roma nos traerá?  ¿O acaso sois zelotes?

--¿Compraran los romanos mi pescado? –pregunto un fulano toscote y unicejal que estaba sentado junto al moreno.

--¡Ciertamente! –dijo Jacob--.  Tan solo tenéis que proporcionar un volumen constante y seguro de vuestros pescados.  Supongo que tenéis toda una flota pesquera y cuadrillas de empleados.  Yo prefiero el uso de los esclavos, sin embargo.

--¿Y el precio del pescado? –pregunto el moreno--.  ¿Quién lo fijara?  ¿Los romanos?

Se hizo un silencio incómodo. Finalmente, Jacob se dignó explicar.

--Bueno, el precio lo fijara el mercado, aunque dudo que vos entenderéis de esos menesteres financieros que solo maneja la gente de calidad.  Por lo general, si, los inversionistas romanos suelen dictar tal.  Es natural que así sea.  Ellos tienen la manera de transportar, secar o preservar, y comercializar el producto final. 

El tabernero llego con unos tarros de vino y algo de pan y aceite para los recién llegados.

--Yo no tengo una flota, señores –explico el toscote--, acaso una barca que trabajo con otros compañeros.  Yo suelo vendérselo directamente a las mujeres de mi pueblo cuando regreso al final del día.  Ellas me pagan lo que pueden y a veces nada.  Después de todo, la Ley nos obliga a ser generosos con las viudas y los pobres, ¿verdad? Seguramente ustedes, que son personas de calidad, siguen fielmente esa parte de la Ley, ¿correcto?  Lo que cae de dinero nos lo repartimos igualmente entre todos mis compañeros y comemos de lo que pescamos.  Roma nos ha empobrecido mucho últimamente con tanto impuesto que nos cobran. 

Los jóvenes aristócratas veían al hombre con algo de desdén y sonrisas burlonas, cosa que le lleno el buche de piedritas al toscote.

--Y por cierto, ¿qué tiene de malo ser zelote y buscar mandar a los romanos al diablo? –pregunto el toscote frunciendo la única ceja.

--¡Oy vey! –juro David--.  ¿Cómo que qué tiene de malo ser zelote?  ¿Acaso os atrevisteis a preguntar tal cosa? 

--¡Si! –dijo el toscote parándose.  En el cinto portaba un gladius romano oxidado, cosa que les quito la sonrisa a los jóvenes aristócratas--.  ¡Se me hinchan los huevos el preguntarles tal cosa!  ¿No os gusta si hago tal?  ¿Quién o quiénes de ustedes está dispuesto a callarme la boca?

--Señores, --interrumpió el moreno poniéndole una mano en el brazo al toscote y alzando su tarro--.  Estamos libando en paz, ¿verdad?

El toscote se sentó muy a regañadientes pero veía fijamente (bajo la única ceja) a los jóvenes aristócratas.

--Pues sí, estamos libando en paz –admitió Isaac que estaba muy pálido y cuya borrachera se le había esfumado.

--Es interesante oír vuestras propuestas, señores –continuo el moreno tratando de apaciguar el ambiente--.  Yo poco mascullo el latín.  En la carpintería a veces nos caen contratitos que nos otorga la guarnición local romana y he tratado con ellos.  Nos entendemos con señas.  Esos legionarios son gente sencilla y obviamente dura pues tal es su oficio de matanceros de hombres.  Pero como todo mundo aprecian un buen trabajo aunque por lo general son bien cuenta chiles.  Ciertamente mi padre no se estaba enriqueciendo con esos contratos.

--Es que no vos no pensáis en grande –explico David--.  En la corte el rey suele otorgar contratos muy jugosos.  Se de varios artesanos que se han enriquecido con estos.

--Igual pasaría con los contratos que otorguen los romanos –explico Jacob.

--¿Y de dónde vendrá todo ese dinero? –pregunto el moreno.

--¡Pues de los impuestos, por supuesto! –admitió Jacob-- ¿De dónde más?

--Es decir, ¿de los dineros del pueblo? –continuo el moreno.

--Si, --dijo Jacob con insolencia--.  El rey tiene el derecho a utilizarlo y el pueblo tiene la obligación de pagar.  ¿No  lo cree usted así?

El tabernero regreso y lleno los tarros de los aristócratas primero.  Luego se dirigió a la mesa de los recién llegados.  Para su sorpresa encontró que los tarros de estos estaban llenos a pesar de que habían estado libando sin parar y hasta habían tres piezas de pan donde antes –tal juraría después el tabernero—solo había llevado uno.

--Os agradeceré si nos traéis más aceite por favor, --pidió el moreno--.  ¿En que estaba?  Ah sí, sobre los dineros que usa el rey y los contratos tan jugosos que vos, señores, tan generosamente nos habéis explicado se otorgan en la corte.  Bien, no le niego que el rey tenga el derecho de usar tales dineros.  Después de todo se supone que Herodes fue puesto ahí por Dios mismo, ¿verdad?  Pero, si esos dineros los pone el pueblo, deben de ser usados en beneficio para el pueblo, ¿no?  En fin, es cosa del gobernante el usar esos dineros en bien del pueblo, tal creo yo, e igual es cosa de Dios el escoger buenos gobernantes, que usen esos dineros, repito, en beneficio del pueblo.  ¿No lo cree vuecencia así?

--No me habléis de las obligaciones de Dios –advirtió Jacob--.  Sabed que yo soy miembro del sanedrín.

--Su señoría, rabino, excelencia, creedme cuando os digo que es un honor dirigirme a vos –contesto el moreno con humildad--.  Yo solo soy un miembro del pueblo de Israel y me atrevo a hablar de lo que este espera de sus gobernantes –concluyo el moreno.

--¿Y qué es lo que espera, ese pueblo de Israel? –pregunto Jacob con sorna.

--En realidad son aspiraciones muy modestas –explico el moreno--.  No deben de causar ofensa en ningún gobernante y no les tomaría mucho a estos satisfacérselas al pueblo.  Por lo menos eso cree su servidor. 

--Continuad –dijo con cierto imperio Jacob--.  Me divertís.

--Conozco, decía, a ese pueblo de Israel.  Tengo el privilegio de caminar entre ellos.  Si, admito que no tengo mucho que me roben.  Además no puedo pagar escoltas como vos, señores.  El pueblo con un pedazo de pan para comer se contenta.  Y si no lo roban mucho con los impuestos…

--Los impuestos los impone el rey –advirtió Jacob.

--Si, por supuesto –admitió el moreno—y tal vez hasta Roma.  Después de todo, las monedas traen la efigie del Cesar.  Justo es que el Cesar decida si su moneda se usa para pagar impuestos o no.  Pero decía, tal vez no use la palabra correcta, dejad si les explico en lengua que vos entenderéis.  Si el gobierno exprime tanto al pueblo con impuestos onerosos este no podrá consumir los bienes que necesita.   El comercio se paraliza.  Viene una contracción de la economía.  Y en general se empobrece más la población.  Y al final no solo se empobrece sino peor, le quitáis toda esperanza de mejora al pueblo.  Y esto último, señores, tal vez sea lo peor que le puede hacer un gobernante a su pueblo.  El compañero de la túnica amarilla ha sido recolector de impuestos.  ¿Estoy o no en lo cierto don Mateo?

--Decís la verdad, jefe –contesto don Mateo--.  Cada que suben los impuestos la recolección a la larga es menor.  Lo he visto una y mil veces.  Luego lo regañan a uno por no juntar lo esperado.  Pero es que la plebe no puede ya dar más.

--Es precisamente por eso que la inversión extranjera es tan necesaria –explico Jacob--.  Los inversionistas traerán dinero fresco que reactivara la economía de Judea.

--Tal es correcto, en teoría –contesto el moreno--.  Pero, ¿se beneficiara el pueblo con ello?  ¿O las ganancias se repartirán solamente entre la elite?

--¡Sois un ignorante! –exclamo Jacob.

--¡Ciertamente! –contesto el moreno--.  Pero no soy un necio.  Es por ello que les pregunto a vos, eruditos caballeros, que son personas de calidad que entendéis de los menesteres financieros, para que me ilustréis en estos asuntos tan esotéricos y que son tan difíciles de entender para personas del pueblo como su servidor.

--¡Basta Jacob! –contesto David--.  No tiene caso discutir con estos desarrapados.  Probablemente son zelotes.  Vámonos a mi villa y continuamos libando, Jacob.  Ahí no se permite la entrada a gente tan baja y altanera.

Jacob aventó una bolsa con desdén en la mesa.  Los jóvenes aristócratas se dirigieron a la puerta llamando con gritos altaneros a sus sirvientes y escoltas.

Al pasar frente a la mesa de los recién llegados Jacob se detuvo un momento.  Junto a él estaban ya dos guardias del templo portando armaduras y espadas.  Esto le dio valor a Jacob para encarar a los recién llegados.

--Mire, amigo, no se quien sea usted.  Pero le aconsejo que se ponga a trabajar y no se meta en lo que no le incumbe.  Ah, y respete, si no quiere que le enseñen a respetar.

--Os agradezco vuestra gentileza, rabino, --contesto el moreno con humildad--.  Mañana mismo, le juro, su señoría, me avocare a buscar un trabajo, uno digno, que me pague bien y me permita invertir en las oportunidades de negocio que Roma nos ofrece.

Ya que los aristócratas se habían ido el toscote pegó un puñetazo en la mesa.

--¡Que gentileza ni que los mil diablos!  ¡Cómo me caga cuando ofrecéis la otra mejilla!

--¿Y qué queríais?  ¿Que hubiera un muertito?  Son influyentes esos amigos.  Si les tocaras un pelo no tardarían los legionarios en meternos a las galeras, si bien nos va.  Vamos, Pedro, ¿queréis más vino?

El toscote sacudió la cabeza y sonrió.

--No me falta.  El tarro lo bebo y lo bebo y nunca se seca –contesto el toscote.

--Tampoco falta el pan –apunto Mateo--.  Tan solo hemos necesitado más aceite.  ¿Por qué no suple eso también, jefe?

--No me apetece hacerlo.  Prefiero darle a ganar algo al tabernero que también tiene familia que mantener y se portó generoso al dejar que nos quedáramos.

--¿En verdad, Jefe?  --sonrió el toscote--.  Para mí que parecía que nos iba a sacar a patadas.

--Es de sabios cambiar de parecer ¿no? –se rio el moreno.

--Por lo que a mi toca, si no viera con mis propios ojos como el vino y el pan nunca se acaban no lo creería –apunto otro de los hombres.

--Vos siempre dudáis, Tomas –se rio el moreno--.  Ese escepticismo os galardona.

--Pero, jefe, ¿y que de aquello de que Dios proveerá? –pregunto Tomas.

--Pues ya tenemos tres días de camino –explico el moreno--.  De vez en cuando un pequeño lujo no importa.  Digo, de pan si vive el hombre, por lo general.

--¡Y vino! –contesto el toscote alzando su tarro.

IV. La Explanada del Templo

Varias semanas han transcurrido.  Nos encontramos en Jerusalén.  La resolana es inmisericorde.  En la explanada del templo se ven varias carpas y una multitud de fieles.

--¿Y eso?  --pregunto el toscote--.  Vine aquí hace unos años y no recordaba todas esas carpas.  ¿Qué son?  ¿Peregrinos?  ¡Interrumpen el libre tránsito!

El moreno veía con asombro el panorama.  Su color era cenizo.  Una vena se veía palpitar en su frente.

--Tranquilo, jefe, deje que investigue qué diablos es todo esto –aconsejo Tomas--.  Venga conmigo don Mateo.

El moreno suspiro.  Su enojo era evidente.  Era evidente que hacia un esfuerzo para calmarse.  Pronto regreso Tomas.

--Son mercaderes, jefe –explico Tomas--.  Venden los animalitos para el sacrificio.   Pero eso no es todo.  También venden sedas de oriente, perfumes de Egipto, joyas de la India, esclavas de Lidia, que se yo.

--Vide locales de casas comerciales griegas, romanas y hasta hay uno venido desde Hispania –apunto Mateo--.  ¡Diantres!  No hay siquiera un solo comerciante judío entre ellos.  Son puros extranjeros.

--Algunas de esas esclavas griegas valían la pena, os lo aseguro –añadió Tomas--.  Tal vez deberíamos combinar nuestros dineros y comprarnos una.

--Están…lucrando…con la fe del pueblo de Israel –dijo en voz muy baja el moreno.

--Dicen que es idea del rabino Jacob, --explico Tomas--.  Ese es el que coordina todo.  Es hijo de Caifás, el sumo sacerdote.  Sabe, jefe, creo que es el mismo fulano que lo amenazo a usted en la taberna, ¿se acuerda?

--Carajos, jefe, me hubiera dejado usted hacerlo alimentar los gusanos –dijo el toscote.

--¡Basta! –ordeno el moreno alzando una mano.  Acto seguido se dirigió adonde estaba un capataz.  Este portaba un látigo y lo usaba generosamente con unos esclavos que bajaban jaulas con animales de unas carretas.

--Decidme por favor vuestro nombre –dijo el moreno.

--¿Quién diablos sois vos para preguntarme? –contesto el capataz.

--Miradme bien –dijo el moreno--.  ¿Me conocéis?

El hombre lo encaro.

--He oído de vos, rabino.  Mi nombre es Quilón.

--¿No sois el hijo de Lucas, el que proveía animalitos para el sacrificio?

--Si, lo soy –admitió Quilón--.  Mi padre murió hace unos meses, de tristeza.

--Cuanto lo siento –dijo el moreno.

--Así pasa.

--Bien, Quilón, dadme vuestro látigo por favor.

--Momento.  Es mi instrumento de trabajo.  Esos malditos esclavos son tan tercos y malandros como las mulas.

El moreno contemplo a los esclavos trabajando.

--¡Oy vey!  Si parecen puros poltrones y están muy flacos –admitió el moreno--.  Se os van a morir pronto.

--El patrón dice que no importa si se mueren, que siempre puede conseguir más –explico Quilón.

--Pero decidme, Quilón, ¿Por qué estáis aquí y haciéndole al capataz?

--¿Qué quiere usted?  El hambre.

--Entiendo.  Dadme por favor vuestro látigo.

--¿Y quién es usted para pedírmelo?  ¿Acaso me juzga usted? –contesto Quilón con amargura.

--No me atrevería a hacer tal cosa.

--Si, os conozco, dije.  He oído de vos.  ¿Acaso conocéis lo que es el hambre?  Dicen que multiplicáis el pan sin problemas.  ¿Y dónde estabais cuando mi padre se murió de amargura?  Dicen que vos resucitáis muertos y podéis vencer la muerte.  ¿Por qué no hicisteis tal con mi padre?  Y ahora venís a echarme en cara lo que hago.  ¿Acaso las moscas no se paran en vuestra mierda?

El moreno agacho la cabeza y no dijo nada.

--Bien, --dijo Quilón--.  Tened este maldito látigo si tanto insistís.  ¿Sabéis usarlo acaso?

--Trabajo con mis manos.  Soy carpintero.  Me las arreglare.

--¿Y para qué diablos lo queréis?  ¿Vais a azotar a los esclavos?

El moreno sopeso el látigo.

--Ciertamente que no.  Dejadme usarlo y lo veréis.  Aunque sabed, algo conozco de las mulas y de los hombres.  ¿Me aceptáis un consejo?  Si lo hacéis no os gustara lo que os diré.

Quilón escupió. 

--Sea.

--Por lo que toca a las mulas, olvidaros de tratar de quitarles lo tercas.  Así las hizo Dios –explico el moreno.

--Sea.  Pero, decidme, ¿acaso Dios, que es todopoderoso, no puede crear una mula que no sea terca?

El moreno sonrió.

--Buena pregunta.  Digna de un griego.  No sé.  Lo tendré que pensar.

Quilón se rio.

--Mi abuela era griega, de Tiro, por eso me gusta hacer preguntas.  Pero, ¿y que de los hombres? 

--Ah, sí, bien, os hablare de los hombres.  Si, esos esclavos son en efecto poltrones.  Parte es porque desfallecen de hambre y parte es porque todavía les queda una chispa de desafío.  Si usáis el látigo sin misericordia con ellos apagareis esa chispa.  Por supuesto, no tardan luego en morirse pero si vuestro patrón cree que los puede reemplazar con facilidad no creo que sea eso un problema.

--No me habéis dicho nada que sea nuevo.  Cualquier capataz que maneja esclavo lo sabe.

--¿Y alguien os lo había enunciado así antes?

--No.  Es algo que comprendemos sin pensar en ello.

--Pues ahora lo sabéis abiertamente.  Es decir, ahora os toca tomar la decisión de continuar vuestra labor aun si sabéis que implica el matar el alma de un hombre.

--¿Y acaso creéis que por saber tal cosa dejaría de hacer lo que hago?  ¡Carajos!  ¿Sabéis vos lo que es alimentar a una familia?  ¡Vos os paseáis por Israel como si nada! 

--Os dije que no os gustaría lo que os iba a decir.  Si, ahora decidirás vos lo que es justo y lo que no lo es pues tenéis toda la información necesaria.  La verdad os hace libre. 

--¡Que ya os he dicho que no sois nadie para juzgarme!  Y tengo buenas razones para hacer lo que hago.

--Yo no soy el que os juzgara de ahora en adelante.  Seréis vos.  Y vos sois el juez más severo que puede haber, os lo aseguro, pues sois en el fondo un hombre justo.  Los hombres malos se pueden dar el lujo de cometer injusticias sin que sus conciencias los hagan sufrir.

--¿Y qué diablos esperáis que haga con esos esclavos poltrones?  ¿Qué los trate con caricias?

--No tengo la menor idea.  Yo nunca he sido capataz.  Todo lo que hacéis, si, es perfectamente legal.  Si no lo hacéis vos seguramente lo hará otra persona que también tendrá familia que alimentar.  Tal es como es el mundo.  Si por mí fuera construiría un reino sin esa injusticia pero, me temo, no podría existir tal reino en este mundo.  Los que lo pueden cambiar serían los hombres.  Pero, me temo, esa sería una labor digna de hombres mejores que vuestro servidor.

Quilón sacudió la cabeza y escupió.

--Decís que sabéis usar el látigo, sea.   Me gustaría ver lo que hacéis con este.

--Venid conmigo entonces, Quilón, os divertiréis.

V. El Tumulto

Una hora después el tumulto estaba más o menos bajo control.  Los guardias del templo habían arrestado al moreno y a sus seguidores.  Estos habían causado toda clase de destrozos y agredido a los mercaderes.  Había varios descalabrados y otros con brazos rotos.  Un mercader de Bizancio no parecía recuperar el sentido.  También había habido bajas entre los guardias.  El jefe de la banda de desalmados se hacía acompañar de un pescador energúmeno que había blandido un garrote sin piedad entre la guardia.  A pesar de su armadura, varios sufrían de costillas rotas.  Varias carpas de los mercaderes se habían colapsado.  En medio del tumulto la plebe había aprovechado para saquear la mercancía.

--¡Os hare maldecir el día en que habéis nacido! –gritaba Jacob ante los arrestados.  El moreno no parecía poder evitar una sonrisa.

--Jefe, tengo sed –dijo el energúmeno--.  Haga algo de vino, no sea malito.  Dar de garrotazos le da a uno sed.

--¿Jacob, qué está sucediendo aquí? –pregunto Caifás presentándose acompañado de un romano que portaba una elegante toga.  El romano iba acompañado de un sargento y tres legionarios.   Los guardias del templo habían formado un cerco para mantener a la plebe a distancia.

--Padre, --explico Jacob-- estos infelices son zelotes y atacaron a los mercaderes.  La guardia los sometió pero causaron toda clase de destrozos.  ¡Que van a pensar los inversionistas!

--¿Vos decís que estos hombres son zelotes? –pregunto el romano.  Los legionarios sacaron sus espatas y miraban a la plebe con recelo.

--Padre, me temo que el templo tendrá que cubrir las pérdidas de estos mercaderes –apunto Jacob--.  Esa cláusula esta en todos los contratos.  Era la única manera de asegurarles certeza jurídica a los inversionistas.

--Me importa un carajo todo eso –rugió Caifás.  Luego se voltio a encarar al romano--.  Os aseguro, excelencia, que esto es un hecho aislado.  Los zelotes son una ridícula minoría que no es capaz de perturbar la paz de esta provincia.

--¡Estos desgraciados tienen de zelotes lo que yo tengo de senador de Roma! –exclamo un fulano acercándose al cerco de los guardias del templo.

Caifás hizo una señal para que permitieran al hombre acercarse. 

--¿Quién sois vos que habla con tal insolencia? –pregunto el romano.

--Mi nombre es Quilón, hijo de Lucas.  Don Caifás me conoce.

--Si, os recuerdo, Quilón.  Creo que habla la verdad, don Poncio –dijo Caifás.  Luego se acercó al moreno--.  ¿Y vos?  ¿Quién sois?

--Visite el templo cuando era tan solo un niño –contesto el moreno--.  Vos teníais el pelo negro entonces y bien me acuerdo que me elogiasteis y hasta me defendisteis justificando mi arrogancia.  Francamente fui muy patán para atreverme a creer que podía discutir con los doctores sobre la Ley.

--Ah, sí, sois el hijo de José, el carpintero –contesto Caifás--.  He oído de vos.  Andáis predicando blasfemia.

El romano sacudió la cabeza. 

--No sé por qué vosotros los judíos os tomáis la religión tan en serio.  Por cualquier cosa armáis un tumulto.  ¡Creo que no podéis ni cagar en el Sabbath!  Tanto celo no es bueno para los negocios y el comercio.

--Don Poncio tiene toda la razón, --dijo Jacob--.  Hay que modernizarnos.  La religión no es tan importante.

Don Caifás estaba morado de coraje.

--¡Jacob!  ¿Qué clase de sacerdote del templo sois vos?  ¡Maldita sea!  ¡Nuestro deber es preservar el templo y asegurar el bienestar del pueblo de Israel!  ¡Es un deber que nos impuso Dios!  ¡Decidme la verdad!  ¿Sois hijo del velador verdad?  ¡Ningún hijo mío puede hablar así!  ¡Oy vey!

--No me cabe duda –se rio el romano--.  Vos sois un pueblo muy pintoresco.  De todas maneras este tumulto no debe repetirse.  Hay que hacer un ejemplo de estos fulanos, sean zelotes o no. 

--El templo, repito, asumirá su responsabilidad resarciendo las pérdidas de los inversionistas, su excelencia –se apresuró a asegurar Jacob.

--Bien, sargento, llevaros a estos terroristas zelotes –ordeno el romano--.  Aseguraros que se haga un ejemplo de ellos.

--¡Pero estos fulanos no son zelotes! –juro Quilón.

--A este imbécil también, sargento –dijo el romano apuntando a Quilón.

--Don Caifás –dijo el moreno--.  ¿Entiende vuecencia la razón de nuestra indignación?

Caifás lo vio con recelo.

--La comprendo pero no la justifico –contesto Caifás--.  Y no, no os daré lo que deseáis, el haceros un mártir o que se yo.  Don Poncio, ¿me haréis vos la gentileza de permitirme hablar con vos a solas, antes de que vuestros hombres de lleven a estos patanes?

--Por supuesto, don Caifás –contesto el romano-.  Sargento, espérese un momento.

El moreno veía a don Caifás y al romano hablar a solas. 

--¿Por qué os hicisteis presente, Quilón?   Bien os podíais haber quedado callado y no estarías bajo arresto.

--¡Por idiota!  ¡Maldita sea!  ¡Que me habéis jodido la vida!  ¡Con un carajo!  Haced algo, diantres, y callad mi conciencia.  ¡Sera mi perdición!

--¿Yo? –se rio el moreno--.  Creo que recuerdo veros también dar unas buenas patadas a los vendedores de perfume egipcio.  Es más, varios jarrones cayeron sobre vos y oléis muy bien.  Seguramente los otros galeotes os harán propuestas indecorosas.

--¿Creéis entonces que acabaremos en las galeras?

--Depende.

--¿Depende?  ¿De qué?  ¡Dejad de hablar en parábolas con un carajo!  ¡Decidme la verdad llanamente, diantres, si en verdad queréis que sea libre!  ¡No soy un hombre estudiado!

--Depende de si todavía le queda algo de decencia y patriotismo y mucha labia a don Caifás ahí.  El romano ese es susceptible de zalamerías.  Confiad.

--Jefe, --interrumpió don Mateo-- andan diciendo que el fulano griego que venía de Bizancio y que estaba en coma acaba de morir.

El moreno sacudió la cabeza.

--Maldita sea, Pedro, siempre se os pasa la mano.  No os preocupéis.  Ahorita se levanta y anda el fulano ese.  No recordara nada aunque tal vez si le quede un dolor de cabeza de los mil diablos. 

El romano se dirigió al moreno y sus hombres.

--Tenéis suerte que estoy de buenas y que don Caifás intercedió por vos.  No sé por qué diablos hizo tal cosa pero esta vez aceptare su suplica.  Escuchadme bien, bola de desgraciados, ¡idos de aquí!  Os prohíbo que volváis a entrar a esta ciudad.  ¡Sargento!  Escoltad a estos tunantes a la puerta de la ciudad y dadles una patada en el culo a manera de despedida para que aprendan a respetar a Roma.

VI. Epilogo

Y así fue como esos alborotadores y malvivientes fueron sacados de la ciudad con una patada en el culo para que recordaran y respetaran a Roma.  Si, le costó al templo un ojo de la cara reembolsar a los mercaderes sus pérdidas.  Los leguleyos no tardaron en aparecer, cual tiburones, y, en nombre de sus clientes, los comerciantes, presentaron toda clase de demandas contra el templo ante el romano Poncio Pilatos, gobernador de Judea. 

Jacob ben Caifás quedo desacreditado pues los mercaderes decidieron boicotear el templo y no quisieron volver.  No había garantías para los inversionistas, dijeron.  Sin embargo, Jacob ben Caifás seguiría siendo miembro influyente del sanedrín (el junior había adquirido muchos seguidores) y tendría ocasión de vengarse juzgando al moreno y crucificándolo.  Esa historia se ha contado ya muchas veces y no os aburriré con ella. 

De Caifás os contare lo siguiente.  Don Caifás siguió perdiendo jirones de dignidad y honor con tal de no causar ofensa a Roma.  Murió unos meses después de cierto juicio celebre.  Se decía que no murió en paz.  Su conciencia lo atormentaba pues era, en el fondo, un hombre probo que sabía que estaba cometiendo grandes injusticias y que su excusa, proteger al templo, no era suficiente justificación.   Roma lo cubrió de honores justo antes de su muerte.  Pero, ¿de qué le sirven tales honores a un hombre si al obtenerlos pierde el alma? 

Por lo que toca al templo, este fue destruido por los romanos unos años después cuando ocurrió la tan esperada sublevación de los zelotes o nacionalistas judíos.  La destrucción la llevo a cabo la décima legión bajo el mando de Tito, el que heredaría el imperio de su padre, Vespasiano.  Del templo todavía queda en pie un muro, tan solo un muro.

Finalmente, lector, os diré esto.  Estas historias se escriben y se reescriben una y otra vez a través de los siglos.  De ahí tanto error que se incurre pues cada escriba la reescribe a según Dios le dé a entender.  Por ejemplo, en el juicio mentado ese Pedro negó tres veces los hechos.  Pero lo que pasó no fue que negó a su jefe sino que más bien negó ser el autor de los tres muertitos, guardias del templo, que murieron en el Getsemaní.  Esto no lo mencionan las crónicas: si, hubo bronca durante el arresto.  Y no, Pedro no tuvo la culpa de esos tres muertitos.  La tuvo Quilón y no hubo cuatro muertitos pues Judas resulto ser ligero de pies.  Y no, no sé qué suerte corrió el tal Quilón pero si Dios es justo seguramente le perdono sus pecados cuando murió. 

Así pues, lector, os pido vuestra tolerancia y me atrevo a decir que si los autores de estas historias buscan causar ofensa o bien tienen motivos egoístas o que se yo es algo que solo el buen Dios puede juzgar.  Pero tal argumento, por supuesto, no os impedirá emitir juicio sobre este escrito y sobre su servidor.

FIN

Nota1: La expresión “Oy Vey” es yiddish, una forma de alemán e indica asombro, desesperanza, enojo, etc.  Esta expresión solo nació a raíz de la diáspora de los judíos a raíz de la destrucción del templo.  No existía en la Judea del primero siglo de la era cristiana.  Su servidor no tiene ni la más triste idea de que sería el equivalente en el arameo de esos tiempos así que recurrí a esta expresión francamente anacrónica y solo le pido al gentil lector que excuse, por lo menos esta vez, mi ignorancia que me forzó a usar esta muleta.

Nota2: la Ley de la que tanto se habla aqui eran los mandamientos religiosos que habian sido impuestos a los judios.  Todo aquel que la  violara era sujeto de que se le apedreara hasta morir.  De ahi que a todo judio bien nacido le era prioridad conocerla y no violarla (el miedo no anda en burros).  Si tal hicieran todos los mexicanos (conocer y no violar la constitucion), especialmente los gobernantes, Mexico no seria el culo del mundo.


Mario Quijano Pavón


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