lunes, 4 de septiembre de 2017

El Negro José María

El Negro José María

I.  Los de la Costa Chica

Le llamaban el negro José María.  Era grandote.  Con un torso formidable y brazos de Hércules.  El pelo pasita ya estaba canoso.  Si era un cincuentón, como lo denotaban sus canas, su físico extraordinario no mostraba los estragos del tiempo.  Se le presento a Zaragoza.

--Vengo con mi gente a ponerme a sus órdenes, mi general.

--Jijos, bienvenidos.  ¿Cuánta gente me trae y que grado ostenta? (José María no vestía de militar.)

--Traigo 150 hombres más sus soldaderas.  Venimos de la costa chica de Guerrero.  Y pos solo me llaman “jefe”, mi general.

--A ver, coronel López –dijo Zaragoza a su aide de camp--.  Dele al jefe el grado de capitán.  Aunque siento decirle que no tengo ni un cobre para pagarle.  El cuerpo de ejército de oriente no ha recibido pago por tres meses.

--Gracias, mi general.  Y aquí estamos no por dinero sino para enfrentar a esos gabachos.

--¿Cómo se apellida don José María? –pregunto López haciendo la nota correspondiente en el archivo de ejército.

Hubo un momento de vacilación.  Zaragoza no evito notar esto.

--Martínez, mi coronel –finalmente contesto el moreno.

--¿Cuentan con parque o munición?

--Traemos unos rifles viejos y si tenemos parque para ellos.  La mayoría de mi gente confía en el machete.  Ese siempre dispara, ja ja.

--Bien –dijo Zaragoza—le daremos el parque que tengamos.  Mire, capitán Martínez, los quiero aquí en el Guadalupe.  Su misión será actuar de última reserva.  Si los gabachos ponen pie en el parapeto o entran y la gente se quiebra confiare en que ustedes entraran a sacar a los francesitos a machetazos si es necesario.

II. Tertulia

Esa noche hubo una tertulia en el campamento francés.  A la luz de los quinques brillaba el oro que adornaba los elegantes uniformes que portaban los oficiales franceses.

--Compañeros –dijo el conde de Lorencez alzando su copa—brindo por la victoria que mañana le daremos a Francia.  En cuanto salga el sol avanzaremos. Sera el sol de Austerlitz otra vez.

El brindis fue correspondido por vivas a Francia y al emperador.  El que bebía sin decir palabra y con un gesto adusto era Leclerc, el coronel del Tercero de Zuavos.  Era este un hombrón con varias cicatrices que le desfiguraban la cara.

El general Juan Almonte, líder del partido conservador, noto la frialdad en Leclerc.  Ha de ser, pensó, porque así son esos amigos, los zuavos.  Son descendientes de colonos franceses del norte de África y están acostumbrados a hacerles la guerra a los árabes sin pedir o dar cuartel.  Han visto mucha guerra, incluyendo Crimea, recordó Almonte.  Tal vez el y su gente son nuestra mejor carta.  Los famélicos soldados de Zaragoza no podrán oponérseles si humillaron a los mismos rusos y árabes.  Almonte decidió aproximársele y sacarle platica.

--¿Qué opina señor coronel?  ¿Va a ser cosa fácil, verdad?

Leclerc murmuro un “merde” en voz baja.

--Señor general, usted ha aconsejado que nos cobijemos en esas cañadas en lontananza –dijo Leclerc apuntando en dirección a los fuertes-- mientras avanzamos.

--En efecto, señor coronel.  Así es como siempre se ha tomado Puebla en nuestras guerras intestinas.  La artillería de los fuertes no podría castigarlos mientras avanzan.  Y las cañadas esas llevan al corazón de la ciudad.  Si cae esta los fuertes estarán flanqueados y la moral de los defensores se vendrá abajo.

--¿Qué más le puedo decir entonces?  Usted ha dado buen consejo pero su señoría, el conde de Lorencez, insiste en que mande a mis hombres directamente contra los fuertes.   Tal hare y estare al frente de ellos.

--Sus hombres son formidables, señor coronel.

--Y su señoría el conde…pues es el que está al mando.

--Los mexicanos correrán al verlos, le aseguro.

--No dudo de sus palabras, general Almonte.  Pero lo mismo se decía de los moujiks rusos en los fuertes de Sebastopol, señor general.  Cuando se pelea por la patria contra un invasor hay cierto fervor que hace crecer a los defensores.  ¡Qué gran honor es hacer tal!

--Tal parece que preferiría estar entre los mexicanos, señor coronel.

--En otras circunstancias tal vez. Pero no, nunca alzaría mi espada contra Francia.  Mi abuelo, si, fue republicano y regicida en el 93.  Pero siempre le fue fiel a Francia y murió en Borodino al frente de su regimiento.  No, general, yo no soy un traidor.

Almonte se sonrojo.

--No se ofenda, general.  Conozco sus circunstancias.  Usted y su partido creen que hacen lo mejor para su patria trayendo tropas extranjeras a derrocar al gobierno republicano e imponer a un príncipe extranjero.  No soy nadie para juzgar.  Pero sepa, general, que no hay que menospreciar a sus compatriotas.  Para luchar tras de murallas no se necesitan soldados, se necesitan hombres, no importa si están mal entrenados o escasos de parque.  ¿Sabe usted de quien es la frase?

--Ciertamente –contesto Almonte—es de Napoleón I. Y se demostró durante el sitio de Saragosa en España donde los sitiadores no cedieron por meses ante el embate de la Grand Armee.

--¿Y sabe cómo se llama el general allá?  --indico Leclerc apuntando a los fuertes--. ¿Y que día es mañana?

--Se llama Zaragoza, coronel.  Y mañana es el cinco de mayo, aniversario de la muerte de Napoleón I.

--Por lo menos el buen dios tiene sentido de humor, ¿no cree general?  Bien, señor general, yo me retiro.  Mañana nos volveremos a enfrentar a otra gavilla de desarrapados que se harán matar por su patria y me mataran mucha gente.  Prefiero tener un buen sueño antes de encabezar a mis hombres en un ataque frontal que nos resultara en otro baño de sangre.  Sabe, señor general, creo que esta será mi última batalla.  Ya le he dado suficiente “gloria” a Francia invadiendo pueblos que no nos han agraviado en forma alguna.  Si esta ha sido y sera mi vida, al diablo con ella.

--Descanse señor coronel.

Leclerc saludo formalmente y murmuro un “vive la France” al hacerlo.

Almonte se retiró a su casa de campana.

III.  Una Promesa

Entre las sombras del perímetro del campamento francés unos hombres se confundían con la noche.  Sintieron, más que vieron, a una sombra aproximarse.  De inmediato sacaron unos cuchillos formidables.  El capitán “Martínez” murmuro un “quien vive”.  La respuesta fue la contraseña indicada: “manigua”.

Un hombre menudo, obviamente de origen africano, se unió a las otras sombras.

--¿Tuviste problemas Lupe?

--No.  Algunos de sus soldados y criados son  negros de la Martinica.  Y como anduve de marino medio mascullo el francés.  El caso es que vide al tal Almonte.  Y sé dónde duerme.

--¿Me podrás guiar?

--Si, jefe.  Esperemos tantito más.  Cambian de guardia a la media noche.  Si vamos tantito antes los guardias estarán más adormitados y confiados en que pronto serán relevados.  Nomas no diga una palabra y actué sumiso para que crean que somos criados.

Almonte dormitaba cuando sintió una mano posarse sobre su boca.

--No te muevas ni pidas auxilio.

--¿Qué carajos? –exclamo Almonte en voz baja.

Una sombra formidable se le había presentado.

--¿Me reconocéis? –dijo el capitán “Martínez” mientras prendía un quinqué.

Almonte lo observo con cuidado.

--¡Santo cielo!  ¡Tu!

--Si.  José María.  Tu medio hermano.

--Eres el vivo retrato de nuestro padre.  La última vez que te vi eras un niño de tres años que al oir la artilleria de Calleja corría a esconderse entre las faldas de dona Tomasa, tu madre, la soldadera negra que segui a nuestro padre en la guerra.  ¿Que fue de ella?  ¿Vive?

--No.  Ya murio...de tristeza,,,a raiz de la muerte de nuestro padre.

--Lo siento.  Queria bien a nuestro padre.

--Y no niego que me refugiaba entre sus faldas cuando empezaba a rugir la artilleria de Calleja. Y tú encabezabas a una palomilla de chamacos que les aventaba pedradas a los soldados de Calleja cuando entraban a Cuautla.  Te pregunto, hermano, ¿Qué diablos haces aquí?  Tenemos la sangre de nuestro padre, el generalísimo Morelos.  ¡El no estaría ayudando a unos extranjeros!

--Las circunstancias cambiaron, José María.

--Seguí tu trayectoria.  En tus inicios eras republicano a morir.  Ayudaste a tumbar a Iturbide.  Pero luego te hiciste Santannista.

--No me avergüenzo de servir al general presidente.  Compartí su vía crucis cuando fui capturado don el en San Jacinto.  Vivíamos con la constante amenaza de que nos lincharían esos cabrones.

--Vale.  Y luego fuiste ministro de guerra del cojo.

--Si, en tal capacidad serví a don Antonio hasta lo último.  ¿Y tú, en que servías a México?

--¿Yo?  Yo serví de soldado raso—dijo José María levantándose la camisa y mostrando el torso marcado con múltiples cicatrices y marcas de balazos--.  Marche a Tejas en el 36 pero no estuve en San Jacinto.  Y volvi ahi en el 40 cuando Woll retomo otra vez San Antonio.  Luego me quede en el ejercito del norte y estuve en Palo Alto y la defensa de Monterrey.  Tambien fui parte de la gente de Pacheco que les quito su artillería a Jefferson Davis en la Angostura.  Y acabe esa bola en el cerro del chapulin donde los gringos me cocieron a bayonetazos y me dejaron por muerto.

--¿Por qué no me buscaste?  Te hubiera dado puestos y sueldos.

--Nuestro padre rechazo el título de “alteza serenísima” que el congreso de Chilpancingo le quería otorgar.  Solo acepto que lo llamaran “siervo de la nación”.  ¿Me entiendes?  Y mi padre siempre fue mi ejemplo.  Si “siervo de la nación” fue suficiente para mi padre, yo, su hijo, que no le llego a los talones solo puedo aspirar a ese título.  Fue por eso que estuve entre la gente de Juan Álvarez en la revolución de Ayutla que finalmente tumbo al quince uñas.

--Insisto, no tienes nada que echarme en cara.

--Tal vez antes no.  Pero hoy sí.  Hermano, eres un traidor a la patria.  Ustedes los conservadores pueden decir misa pero no es posible negar que son unos traidores.

--El indio ese por el que peleas tiene cola que le pisen.  Ha agraviado a la santa madre iglesia y ha solicitado tratados con los gringos.

--Tal vez pero hoy peleamos no por él, sino por México.  Por eso estaré mañana en la línea mexicana, como siempre he estado.  Y si ahi muero no me arrepentire de haber estado ahi.

--Bien abreviemos.  ¿Qué quieres de mí?  ¿Me vas a matar?  Hazlo de una vez.  No seas cobarde.

--No hermano, no soy un Caín, todavía no.  Y solo quiero pedirte que abandones a estos cabrones.  Ven conmigo.  Hazlo en nombre de nuestro padre.  Se te recibirá con honores pues eres mi medio hermano, el hijo del mismo generalísimo Morelos.

--Ciertamente que no.

--Bien, hermano, te dejo entonces.  Y te hare una promesa.  Si sobrevivo entonces te buscare.  Y no será para pedirte puestos y sueldos.  Sera para rebanarte el pescuezo.  Lo juro.  Ahora me voy.

--¡Daré la alarma!

--Hazlo si gustas –contesto José María mostrándole un machete descomunal--.  Me dará gusto iniciar el baile temprano y llevarme algunos gabachitos al infierno conmigo.

Pero Almonte no se atrevió a dar la alarma.

IV.  El Fuerte de Guadalupe

--¡Merde! –juro Leclerc viendo la columna de asalto ser rechazada.

--No pudieron ni cruzar el foso –le indico un subalterno--.  Los acribillaron al pie del fuerte.

Había un montón de cadáveres con el vistoso uniforme de los zuavos al pie del Guadalupe.

--¡Zuavos!  ¡Si, zuavos! –rugió Leclerc encarando a su hombres--.  ¿No son zuavos?  ¡Véanme!  ¿Acaso son los hijos de una puta árabe?  ¡Aun esos son valientes y ustedes los han humillado!  ¿No son acaso mis hombres?  ¡Si lo son, síganme! ¡Y vive le France y vive la mort! [1]

En lo alto del Guadalupe el coronel López se percató del inicio del nuevo ataque contra el fuerte.  Rápidamente, le fue a dar parte a Zaragoza.

--¡Mi general!  Ahí vienen otra vez los zuavos.

Zaragoza, que estaba en un cuarto en el interior del fuerte contemplando un mapa contesto:

--Pues ya saben qué hacer.  No dejen que pongan pie en el fuerte.

--Es que ya casi no hay parque, mi general.  La artillería pronto dejara de disparar.

--¿Movieron a los rifleros de San Luis?

--Están aquí, mi general –apunto otro subalterno--.  Llegaran en unos 20 minutos más.

--Sosténganse como puedan López.  Voy por refuerzos.  –ordeno Zaragoza.

--¿Y si se quiebra la gente, mi general?

--¡Que los jefes les disparen por la espalda si se quiebran!  ¡Tienen la orden de hacerse matar mientras que traigo a los rifleros!

Mientras Zaragoza montaba y caracoleaba su cuaco el capitán José María se le aproximo.

--¿Tiene órdenes para mi, general?

Zaragoza lo encaro.

--Tengo medios, capitán.  Lo mande investigar.  Sé quién es usted en realidad.  Si tiene la sangre de su padre, asegúrese que no caiga el fuerte o nos lleva el carajo.

--Este fuerte no cae, mi general, se lo digo en nombre de mi padre.  Y si cae será porque yo y mi gente ya estamos difuntos..

Al pie del fuerte, entre una lluvia de balas, Leclerc arengaba a sus hombres.

--¡En avant!  ¡Pongan las escaleras!  ¡Si ponemos pie en el parapeto se quiebran estos malditos!

El fuego mexicano iba notablemente disminuyendo al acabarse el parque.  Varias escaleras de asalto ya estaban puestas contra la muralla.

--¡Zuavos!  ¡Síganme!—rugió Leclerc subiendo en una de las escaleras.

Una multitud de zuavos escala los muros y ponen pie en el Guadalupe.  Los soldados mexicanos se oponen e inicia el cuerpo a cuerpo.  López arenga a sus hombres blandiendo su sable de oficial.  Pero cae herido rodeado de zuavos.  La gente se quiebra entonces al ver a la mayoría de sus oficiales caer heridos o muertos.  Inicia la desbandada.

--¡En avant!  ¡El fuerte es nuestro!—ruge Leclerc--.  ¡Ved el sol zuavos!  ¡Es el sol de Austerlitz!

--¡Es el sol de mayo cabrones! [2] –exclama José María al frente de sus hombres.  Estos embisten en falange la masa de zuavos blandiendo sus pesados machetes de tierra caliente.  Por un momento la masa de zuavos se cimbra.

--¡No cedan!  ¡Son zuavos!  ¡Son mis hombres! –grita Leclerc arengándolos.

Se pelea entre los arcos del fuerte.  El piso esta resbaloso de sangre.  Hay mojoneras de sesos e intestinos por doquier.  Algunos soldados mexicanos y sus jefes paran su huida y regresan a la lid al ver el ejemplo de los negros guerrerenses que no dan ni le piden cuartel a los zuavos.

En eso un machetazo le cercena la mano a Leclerc.  Este cae casi desmayado por el dolor y la perdida de sangre.  Contempla al negro formidable que lo ha herido en forma tan cruel.

--¿Qué esperáis?  ¡Acabad de una vez! –dice el francés casi aullando de dolor.

--¿Para qué? Usted es mi prisionero.  –contesta José María--.  Su gente se está quebrando al verlo caer.  Además, vea usted, este arroz ya se coció…

En efecto, Zaragoza se ha presentado caracoleando su cuaco y al frente de los rifleros de San Luis.
 Las bayonetas de estos empujan a los últimos zuavos al parapeto y algunos caen al vacío en su huida.

--A ver. Lupe, ponle un torniquete aquí al coronel.  Y denle un trago de sotol para el dolor.

--Merci –contesta Leclerc--.  Le suplico, por favor vea por mis heridos.

--Los curaremos parejo, tanto a mexicanos como franceses –le asegura Zaragoza bajándose de su cuaco.

--Usted ha de ser el general Zaragoza –replica Leclerc saludándolo con su única mano--.  Soy Leclerc, coronel del tercero de zuavos.

--Servidor, señor coronel.  Su gente hizo honor a su nombre.  No tienen de que avergonzarse hoy.

--Si, hoy es el cinco de mayo –se rio Leclerc mientras lo levantaban y se lo llevaban al hospital de sangre--.  Y nos derroto un Zaragoza.  No cabe duda, dios tiene sentido de humor.

--¿Y usted está bien, señor coronel? –le pregunto Zaragoza a José María.

--¿Coronel, mi general?  Y si estoy bien.

--Si, así se me hincha nombrarlo.  El coronel López está mal herido.  Necesito un aide de camp con mucho colmillo  y huevos que recorra la línea y me avise cuando vea que intentan hacer algo los gabachos.  ¿Y quién mejor que el hijo del generalísimo Morelos para eso?

--A sus órdenes, mi general.  Aunque, sepa, todavía tengo un asunto pendiente con aquellos amigos –contesto José María indicando al campamento francés--.  Pero habrá tiempo para eso luego.  Apenas es mediodía.  Esta fiesta no ha terminado y creo que estos amigos ya están reformando sus líneas y nos volverán a atacar.

--Tiene usted razón, coronel –afirmo Zaragoza--.  Tome las medidas que crea conveniente.

José María saludo y se dirigió a su gente.

--¡A ver mis negros!  Me late que esos amigos van a intentar entrar esta vez por el centro.  Hay que reforzarlo.  ¡Síganme!

FIN

[1] la legión extranjera francesa modifico y adopto el lema de los zuavos: “vive la guerre, vive la mort, vive la legion etrangere”.

[2] el “sol de mayo” se vio brillar brevemente el día de la batalla (estaba muy nublado y para la tarde hubo una tromba) después que fueron rechazados los primeros embates franceses.  El Sol de Mayo es el título de la novela de Juan A. Mateos, testigo presencial de la batalla.  El texto de esta novela lo pueden obtener en http://archive.org/stream/elsoldemayomemor00mate/elsoldemayomemor00mate_djvu.txt

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